jueves, 28 de enero de 2010

Georg Lukacs :LEGALIDAD E ILEGALIDAD III

III


La lucha por el poder no podrá sin embargo sino iniciar esta educación pero no podrá acabarla. Reconocido hace ya mucho tiempo por Rosa Luxemburgo, el carácter necesariamente «prematuro» de la toma del poder se manifiesta sobre todo en el campo de la ideología. Muchos rasgos de toda dictadura del proletariado en sus comienzos son justamente explicables por el hecho de que el proletariado está obligado a apoderarse del poder en una época y en un estado de espíritu tales, que experimenta todavía el orden social burgués como orden auténticamente legal. Como todo orden jurídico, el del gobierno de los consejos está fundado en su reconocimiento como orden legal por capas de la población bastante amplias para que no se vea obligado a recurrir a la violencia sino en casos particulares. Ahora bien, a primera vista está claro que no puede en ningún caso contar desde el comienzo con este reconocimiento de parte de la burguesía. Una clase habituada tradicionalmente desde numerosas generaciones a mandar y gozar de privilegios no podrá jamás acomodarse fácilmente al mero hecho de una derrota y soportar pacientemente y sin más el nuevo orden de cosas. En primer lugar, debe ser quebrada ideológicamente antes de entrar voluntariamente al servicio de la nueva sociedad y ver en sus leves un orden jurídico y legal, y no ya simplemente la realidad brutal de una relación provisional de fuerzas que, mañana, podrá ser invertida. Es ingenua la ilusión de creer que esta resistencia, manifiéstese en forma de contrarrevolución abierta o en forma de sabotaje latente, podría ser reducida por concesiones de cualquiera naturaleza que fueran. El ejemplo de la república de consejos húngaros demuestra que todas esas concesiones, que en este caso eran también, sin excepción, concesiones a la socialdemocracia, refuerzan la conciencia que tienen las antiguas clases reinantes de su poder, difieren y aun hacen imposible la aceptación interior por ellas del reino del proletariado. Pero ese retroceso del poder de los soviets tiene consecuencias todavía más catastróficas sobre el comportamiento de las amplias masas pequeñoburguesas, pues el estado aparece efectivamente a sus ojos como el estado en general, el estado a secas, como entidad revestida de una majestad abstracta. En esas condiciones, hecha abstracción de una política económica hábil que sea capaz de neutralizar ciertos grupos particulares de la pequeña burguesía, depende del proletariado lograr o no revestir su estado de una autoridad que vaya por delante de la fe en autoridad, de la inclinación a la sumisión voluntaria a «el» estado extendida en ese medio. Las vacilaciones del proletariado, su falta de fe en su propia vocación de mandar pueden, pues, arrojar a esas capas pequeñoburguesas en los brazos de la burguesía y la contrarrevolución abierta.

Bajo la dictadura del proletariado la relación entre legalidad e ilegalidad cambia de función por el hecho de que la antigua legalidad se torna ilegal y a la inversa, pero ese cambio no puede acelerar al máximo sino un poco el proceso de emancipación ideológica comenzado bajo el capitalismo; no puede en modo alguno acabarla de un solo golpe. Igual que una derrota no puede hacer perder a la burguesía el sentido de su propia legalidad, tampoco el solo hecho de una victoria puede elevar al proletariado a la conciencia de su propia legalidad. Esa conciencia, que no ha podido madurar sino lentamente en la época del capitalismo, no terminará sino poco a poco su proceso de madurez durante la dictadura del proletariado. Sólo después de la toma del poder el proletariado se familiariza con la obra intelectual que el capitalismo ha edificado y salvaguardado; no sólo no adquiere sino entonces una comprensión mucho mayor de la cultura de la sociedad burguesa, sino que también amplios medios proletarios tienen conciencia del trabajo intelectual que exige la dirección de la economía y el estado. A esto se añade que el proletariado, falto en muchos aspectos de experiencia práctica y tradiciones en el ejercicio de una actividad independiente y responsable, experimenta a menudo la necesidad de tal actividad menos como una liberación que como un fardo. Finalmente, los hábitos de vida pequeñoburgueses, a menudo aun burgueses, de los medios proletarios que ocupan una gran parte de los puestos dirigentes, le hacen ver el aspecto precisamente nuevo de la nueva sociedad como extraño y casi hostil.

Todos esos obstáculos serían anodinos y podrían ser superados fácilmente si la burguesía no se mostrara, tanto tiempo al menos como el que debe luchar contra el estado proletario, mucho más madura y evolucionada que el proletariado; para ella el problema ideológico de la legalidad y la ilegalidad ha sufrido un cambio de función equivalente. La burguesía, en efecto, tiene el orden jurídico del proletariado por ilegal, con la misma ingenuidad y la misma seguridad que ponía en la afirmación de su propio orden jurídico como legal. Nosotros exigimos del proletariado que lucha por el poder que no vea en el estado de la burguesía sino una simple realidad, un simple factor de poder; es lo que la burguesía hace ahora instintivamente. Pese a la conquista del poder del estado, la lucha es, pues, desigual para el proletariado en tanto no haya adquirido la misma seguridad ingenua de que sólo su orden jurídico es legítimo. Esta evolución, sin embargo, es gravemente estorbada por el estado de espíritu insuflado al proletariado por la educación de los oportunistas en el curso de su proceso de liberación. Como el proletariado se ha habituado a ver las instituciones del capitalismo aureoladas de legalidad, le es difícil no hacer otro tanto respecto de los vestigios de aquellas que duran largo tiempo. Después de la toma del poder, el proletariado permanece todavía intelectualmente prisionero de los límites trazados por la evolución capitalista. Esto se manifiesta, por un lado, en que deja intactas cosas que debiera abatir totalmente y, por otro, en que no destruye ni construye con la seguridad del soberano legítimo, sino alternativamente, con la vacilación y la prisa del usurpador, que en sus pensamientos, sentimientos y determinaciones se anticipa ya interiormente a una inevitable restauración del capitalismo.

No pienso solamente en el sabotaje, más o menos abiertamente contrarrevolucionario, de la socialización por la burocracia sindical durante toda la dictadura de los consejos húngaros, sabotaje cuyo fin era el restablecimiento del capitalismo con el menor número posible de fricciones. Tan a menudo evocada, la corrupción de los soviets tiene aquí igualmente una de sus fuentes principales. Tiene su origen, en parte, en la mentalidad de numerosos funcionarios de los soviets, quienes también esperaban interiormente el regreso del capitalismo «legítimo», y en consecuencia pensaban constantemente en la manera con que eventualmente podrían justificar sus acciones; en parte, en el hecho de que muchos de los que participaban en actividades necesariamente «ilegales» (contrabando de mercancías, propaganda en el extranjero) no llegaban a discernir intelectualmente y, sobre todo, moralmente que, desde el punto de vista decisivo, a saber, el del estado proletario, su actividad era tan «legal» como otra cualquiera. En hombres poco seguros moralmente esa falta de claridad se traducía en la corrupción abierta; en más de un revolucionario honesto, ello se manifestaba en una exageración romántica de la «ilegalidad», una búsqueda inútil de posibilidades «ilegales», la ausencia del sentimiento de que la revolución era legítima y que tenía el derecho de crear su propio orden jurídico.

En la época de la dictadura del proletariado, el sentimiento y la conciencia de la legitimidad deben revelar a la independencia de espíritu respecto del derecho burgués, exigencia de la etapa precedente a la revolución. Pero, pese a esta metamorfosis, la evolución conserva, en tanto que evolución de la conciencia de clase proletaria, su unidad y su dirección en línea recta. Esto aparece de la manera más clara en la política exterior de los estados proletarios, que, frente a las potencias capitalistas, deben —con medios en parte, pero solamente en parte, diferentes— librar la misma lucha que en los tiempos en que preparaban la toma del poder en su propio estado. Las negociaciones de paz de Brest-Litovsk han testimoniado ya brillantemente el alto nivel y la madurez de la conciencia de clase en el proletariado ruso. Aunque hayan negociado con el imperialismo alemán, los representantes del proletariado ruso han reconocido, sin embargo, a sus hermanos oprimidos del mundo entero como sus verdaderos compañeros legítimos en torno a la mesa de negociaciones. Aunque Lenin haya apreciado la relación efectiva de las fuerzas con la inteligencia más elevada y la lucidez más realista, dejó a sus negociadores hablar constantemente al proletariado mundial y en primer lugar al proletariado de las potencias centrales. Su política exterior era menos una negociación entre Rusia y Alemania que un estímulo a la revolución proletaria, a la conciencia revolucionaria en los países de la Europa central. Por grandes que hayan sido los cambios de la política interior y exterior del gobierno de los consejos, por estrecha que haya sido constantemente la adaptación de esa política a las relaciones, reales de fuerzas, el principio de la legitimidad de su propio poder ha seguido siendo un punto fijo en esa evolución: de esa manera, fue también el principio del despertar de la conciencia revolucionaria de clase del proletariado mundial. Por lo que el problema del reconocimiento de la Rusia soviética por los estados burgueses no debe estar ligado solamente a la consideración de las ventajas que Rusia puede sacar de ello, sino también al principio del reconocimiento por la burguesía de la legitimidad de la revolución proletaria consumada. Según las circunstancias en que se efectúa, ese reconocimiento cambia de significación. Su efecto sobre los elementos vacilantes de las clases pequeñoburguesas en Rusia, como sobre los del proletariado mundial, es el mismo en lo esencial, a saber: una ratificación de la legitimidad de la revolución proletaria necesaria para adquirir el sentimiento de la legalidad de las instituciones estatales de la república de los consejos. Los diversos medios de la política rusa —a saber, el aniquilamiento implacable de la contrarrevolución interior, la actitud valiente frente a potencias victoriosas (hacia las cuales Rusia no ha adoptado jamás, como lo ha hecho la Alemania burguesa, el tono de un vencido), el apoyo dado abiertamente a los movimientos revolucionarios, etc.— sirven al mismo fin. Provocan el desmoronamiento de ciertos sectores del frente contrarrevolucionario interior y le hacen inclinarse ante la legitimidad de la revolución. Dan al proletariado una conciencia revolucionaria de sí que refuerza el conocimiento que tiene de su propia fuerza y su propia dignidad.

La madurez ideológica del proletariado ruso se pone de manifiesto precisamente en aquellos aspectos de la revolución que a los ojos de los oportunistas occidentales y sus adoradores de la Europa central pasan por signos de su carácter atrasado, a saber, el aplastamiento claro y sin equívocos de la contrarrevolución interior y la lucha intrépida, tanto ilegal como «diplomática», por la revolución mundial. El proletariado ruso ha llevado su revolución a la victoria no porque las circunstancias le han puesto el poder en las manos (fue éste también el caso del proletariado alemán en el movimiento de 1918 y el del proletariado húngaro en el mismo momento y en marzo de 1919), sino porque, templado por una larga lucha ilegal, ha reconocido claramente la esencia del estado capitalista y ajustado su acción, no a fantasmas ideológicos, sino a la realidad verdadera. El proletariado de la Europa central y occidental tiene todavía un duro camino delante de si. Para llegar, luchando, a la conciencia de su vocación histórica y de la legitimidad de su dominación, debe aprender primero a discernir el carácter puramente táctico de la legalidad y la ilegalidad, desembarazarse, en resumen, tanto del cretinismo de la legalidad como del romanticismo de la ilegalidad.


Julio de 1920.

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