jueves, 28 de enero de 2010

Georg Lukacs :LEGALIDAD E ILEGALIDAD

La doctrina materialista, según la cual los hombres son producto de las circunstancias y la educación y que, por consiguiente, los hombres modificados son producto de otras circunstancias y de una educación modificada, olvida que son precisamente los hombres los que modifican las circunstancias y que el educador tiene necesidad de ser educado a en vez.
MARX, Tesis sobre Feuerbach


Para el estudio de la legalidad y la ilegalidad en la lucha de clases del proletariado, como de toda cuestión relativa a las formas de la acción, las motivaciones y las tendencias que se manifiestan son más importantes y más reveladoras que los hechos brutos. El simple hecho de que una fracción del movimiento obrero sea legal o ilegal depende, en efecto, de muchos «azares» históricos cuyo análisis no siempre permite deducir conclusiones de principio. - No hay partido, por oportunista y aun social-traidor que sea, que por las circunstancias no pueda ser constreñido a la ilegalidad. En cambio, se puede concebir perfectamente condiciones en las cuales el partido comunista más revolucionario y más enemigo de los compromisos pudiera temporalmente trabajar de manera casi completamente legal. Puesto que ese criterio distintivo no basta, hay que abordar el análisis de las motivaciones de una táctica legal o ilegal. Tampoco aquí debemos atenernos a la simple comprobación abstracta de los motivos subjetivamente considerados. Si la adhesión a toda costa a la legalidad es, en efecto, completamente característica de los oportunistas, se caería completamente en el error al atribuir mecánicamente a los partidos revolucionarios la voluntad contraria, a saber, la voluntad de la ilegalidad. En todo movimiento revolucionario hay ciertos períodos en que domina o, al menos, se afirma un cierto romanticismo de la ilegalidad. Pero ese romanticismo es claramente una enfermedad infantil del movimiento comunista, una reacción contra la legalidad a toda costa (las razones de ello aparecerán claramente en el curso de la exposición); ese romanticismo debe ser, superado, y lo es seguramente por todo movimiento llegado a la madurez.



I


¿Cómo debe el pensamiento marxista plantear, pues, las nociones de legalidad e ilegalidad? Esta cuestión remite necesariamente al problema general de la violencia organizada, al problema del derecho y el estado y, en último análisis, al problema de las ideologías. En su polémica con Dühring, Engels refuta brillantemente la teoría abstracta de la violencia. Cuando indica, sin embargo, que la violencia (derecho y estado) «descansa originariamente en una función económica y social», esto debe ser desarrollado —en el mismo espíritu de la teoría de Marx y Engels— por la afirmación de que esta conexión halla su expresión ideológica correspondiente en el pensamiento y los sentimientos de los hombres integrados al campo en que se ejerce la violencia. Dicho de otro modo, la violencia organizada concuerda de tal modo con las condiciones de vida de los hombres o se presenta a éstos con una superioridad aparentemente tan insuperable, que aquéllos la experimentan como una fuerza de la naturaleza o como el contorno necesario de su existencia, y por consiguiente se someten voluntariamente a ella (esto no quiere decir en modo alguno que estén de acuerdo con ella). Así como, en efecto, una violencia organizada no puede subsistir si no puede, tan a menudo como sea necesario, imponerse como violencia a la voluntad recalcitrante de individuos o grupos, no podría tampoco subsistir en modo alguno si debiera manifestarse en toda ocasión como violencia. Cuando esta última necesidad se hace sentir, la revolución está dada ya como hecho; la violencia organizada está ya en contradicción con los fundamentos económicos de la sociedad, y esta contradicción se refleja en la cabeza de los hombres, de suerte que, no viendo ya en el orden establecido una necesidad natural, oponen a la violencia otra violencia.

Sin negar que esta situación tenga una base económica, hay que añadir que la modificación de una forma organizada de la violencia no se hace posible sino cuando la creencia en la imposibilidad de otro orden diferente del establecido está ya quebrantada, tanto en las clases dominantes como en las clases dominadas. La revolución en el campo de la producción es la condición necesaria de ello. Sin embargo, la subversión misma debe ser realizada por hombres, por hombres que están intelectual y sentimentalmente emancipados del poder del orden establecido.

Con relación a la evolución económica, esta emancipación no se cumple con un paralelismo y una simultaneidad mecánicos: de un lado la precede y de otro la sigue. Como pura emancipación ideológica, puede estar presente —y a menudo lo está— en una época en que no está dada todavía, en la realidad histórica, sino la tendencia, para el fundamento económico de un orden social, a devenir problemática. En ese caso, la teoría saca de la simple tendencia sus consecuencias extremas y las interpreta como realidad futura, que opone en tanto realidad «verdadera» a la realidad «falsa» del orden establecido (el derecho natural como preludio a las revoluciones burguesas). Por otra parte, es cierto que aun los grupos y las masas inmediatamente interesados, por razón de su situación de clase, en el éxito de la revolución, no se liberan interiormente del antiguo orden sino durante —y muy a menudo después— de la revolución. Tienen necesidad de una lección de las cosas para concebir qué sociedad está conforme con sus intereses y para poder liberarse interiormente del antiguo orden de cosas.

Si estas observaciones valen para todo el tránsito revolucionario de un orden social a otro, son todavía más válidas para una revolución social que para una revolución principalmente política. Una revolución política no hace sino consagrar un estado económico-social que se ha impuesto ya, al menos parcialmente, en la realidad económica. La revolución pone el nuevo derecho «justo» y «equitativo» en el lugar del antiguo orden jurídico sentido como «injusto». El medio social de la vida no sufre ningún trastorno radical. (Los historiadores conservadores de la gran revolución francesa subrayan esta permanencia relativa del estado «social» durante ese período.) Al contrario, la revolución social apunta justamente a cambiar ese medio, y todo cambio en ese campo va tan profundamente contra los instintos del hombre medio, que ve en él una amenaza catastrófica contra la vida en general, una fuerza natural ciega, semejante a una inundación o a un temblor de tierra. Sin poder comprender la esencia del proceso, dirige su lucha contra las manifestaciones inmediatas que amenazan su existencia habitual: es una defensa ciega y desesperada. Al comienzo de la evolución capitalista, los proletarios, educados como pequeñoburgueses, se rebelaron contra la fábrica y las máquinas; la doctrina de Proudhon puede ser considerada igualmente como un eco de esa defensa desesperada del antiguo medio social habitual.

Se discierne particularmente bien aquí el carácter revolucionario del marxismo. Porque determina la esencia del proceso (en oposición a los síntomas y las manifestaciones exteriores), porque muestra su tendencia decisiva, orientada hacia el futuro (en oposición a los fenómenos efímeros), el marxismo es la teoría de la revolución. Es lo que hace de él al mismo tiempo la expresión ideológica de la clase proletaria en vías de emancipación. Esta liberación se cumple primero en forma de levantamientos efectivos contra las manifestaciones más opresivas del orden económico capitalista y su estado. Aislados en sí mismos y no pudiendo nunca, aun en caso de éxito, ser decisivamente victoriosos, esos combates no pueden llegar a ser realmente revolucionarios sino por la conciencia de su relación mutua y su relación con el proceso que empuja sin tregua al fin del capitalismo. Cuando el joven Marx se fijaba como programa la «reforma de la conciencia» se anticipaba así a la esencia de su actividad ulterior. Su concepción no es utópica, pues parte de un proceso que se desenvuelve efectivamente y no quiere poner frente a él «ideales», sino deducir su sentido implícito; debe, al mismo tiempo, superar esos datos efectivos y colocar la conciencia del proletariado frente al cono- cimiento de la esencia y no frente a la experiencia de los datos inmediatos. «La reforma de la conciencia —dice Marx— con­siste únicamente en dar al mundo conciencia de su conciencia, en despertarle del sueño en que está sumido respecto de sí mismo, en explicarle sus propias acciones... Aparecerá entonces que desde hace mucho tiempo el mundo tiene el sueño de una cosa, de la cual debe ahora tener la conciencia para poseerla realmente.» [1]

Esta reforma de la conciencia es el proceso revolucionario mismo. Ese advenimiento a la conciencia no puede producirse en el prole­tariado mismo sino lentamente, a través de duras y largas crisis. Aun si, en la doctrina de Marx, todas las consecuencias teóricas y prácticas de la situación de clase del proletariado han sido sacadas (mucho antes que hayan llegado a ser históricamente «actuales»), aun si todas esas enseñanzas no son utopías extrañas a la historia, sino conocimientos referentes al proceso histórico ello no implica absolutamente que el proletariado —aun cuando, sus acciones particulares corresponden a esa doctrina— haya te­nido conciencia de la liberación realizada por la doctrina de Marx.

En otra parte[2] hemos llamado la atención sobre ese proceso y subrayado que el proletariado puede tener ya conciencia de la necesidad de su lucha económica contra el capitalismo, mientras está todavía desde el punto de vista político enteramente bajo la influencia del estado capitalista. La prueba de que es así es el olvido completo en que ha caído toda la crítica del estado por Marx y Engels: así, los teóricos más importantes de la Segunda Internacional han considerado el estado capitalista como «el» estado y concebido su lucha contra él como «oposición» (esto aparece con la mayor claridad en la polémica Pannekoek-Kautsky en 1912). La actitud de «oposición» significa, en efecto, que en lo esencial el orden establecido es aceptado como fundamento inmutable y que los esfuerzos de la «oposición» apuntan solamente a obtener lo más posible para la clase obrera en el interior de los límites del orden establecido.


Sólo algún insensato que hubiera ignorado todo del mundo hubiese podido, en verdad, poner en duda la realidad del estado burgués como factor de poder. La gran diferencia entre marxistas revolucionarios y oportunistas seudomarxistas es que, para los primeros, el estado capitalista no es tomado en consideración sino como factor de poder, contra el cual el poder del proletariado organizado debe ser movilizado, mientras que los segundos conciben el Estado como una institución por encima de las clases, cuya conquista es la opuesta de la lucha de clases del proletariado y la burguesía. Pero al concebir el estado como el objeto del combate y no como un adversario en la lucha, estos últimos se han colocado ya, en espíritu, en el terreno de la burguesía: han perdido a medias la batalla antes de haberla comenzado. En efecto, todo orden estatal y jurídico y, en primer lugar, el orden capitalista, descansa en último análisis en el hecho de que su existencia y la validez de sus reglas no plantean ningún problema y son aceptadas como tales. La trasgresión de esas reglas en casos particulares no acarrea ningún peligro especial para el mantenimiento del estado en tanto esas trasgresiones no figuren en la conciencia general sino como casos particulares. En sus recuerdos de Siberia, Dostoievski observa pertinentemente que todo criminal se siente culpable (sin por ello experimentar arrepentimiento) y tiene perfecta conciencia de haber trasgredido leyes que valen también para él. Las leyes conservan, pues, su valor para él, aunque motivos personales o la fuerza de las circunstancias le hayan empujado a trasgredirlas. Porque esas trasgresiones en casos particulares no ponen en cuestión sus fundamentos, el estado jamás será desbordado por esas trasgresiones. Ahora bien, el comportamiento de «oposición» implica una actitud semejante respecto del estado: es reconocer que —por su esencia— se coloca fuera de la lucha de clases y que ésta no atenta directamente contra la validez de sus leyes. Dicho de otro modo, bien la «oposición» trata de modificar legalmente las leyes, y las leyes antiguas conservan su validez hasta la entrada en vigor de las leyes nuevas, o bien una trasgresión momentánea de las leyes tiene lugar en un caso particular. El procedimiento demagógico habitual de los oportunistas consiste en intentar un acercamiento entre la crítica marxista del estado y el anarquismo. Ahora bien, no se trata aquí en modo alguno de ilusiones o utopías anarquistas; se trata solamente de examinar y apreciar el estado de la sociedad capitalista como fenómeno histórico mientras existe todavía. Por consiguiente, se trata de ver en él una simple constelación de poder con la cual hay que contar, de una parte, en los límites de su poder, y solamente en los límites de su poder efectivo, y cuyas fuentes de poder, por otra parte, deben ser estudiadas de la manera más precisa y más amplia, a fin de descubrir los puntos en que ese poder puede ser debilitado y minado. Se encuentran los puntos de fuerza o debilidad del estado en el modo con que éste se refleje en la conciencia de los hombres. Así, la ideología no es solamente un efecto de la organización económica de la sociedad; es también la condición de su funcionamiento pacífico.

Notas


[1] Carta de Marx a Ruge; cf. Obras filosóficas, Ed. Costes, tomo V, p. 210. Subrayado del autor.


[2] Cf. el ensayo «Conciencia de clase» en Historia y Conciencia de Clase.



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