viernes, 6 de julio de 2007

Babeuf





Babeuf: Comunismo y Ley Agraria

Comunismo y Ley Agraria (1791)1

El acontecimiento de su designación, ciudadano,2 no es, en mi círculo visual, un pequeño acontecimiento. Siento la necesidad irresistible de detenerme para pensar y calcular sus consecuencias.

Reflexiono sobre lo que cabe esperar de alguien que ha pre­dicado a gente sorda estas verdades memorables, las cuales han tenido por lo menos el efecto de convencerme de que, en cuanto a él, las tenía bien arraigadas en su mente: Que era preciso hacer nuestros esos grandes principios sobre los cuales la sociedad está establecida: la Igualdad, primitiva, el Interés general, la Voluntad común que decreta las leyes y la Fuerza de todos que constituye la soberanía.

¡Hermano! el precepto de la antigua ley: Ama a tu prójimo como a ti mismo; la sublime máxima de Cristo: Haz a los demás todo lo que quieres que te hagan a ti; la Constitución de Licurgo, las instituciones más hermosas de la República Romana, quiero decir, la ley agraria; los principios de usted, que acabo de enumerar; los míos, que le he consignado en mi última carta, y que consisten en asegurar a todos los indi­viduos primeramente el sustento y, en segundo lugar, una educación pareja; todo esto parte de un punto común, y va también a parar a un mismo centro.

Y ese centro es siempre el fin único hacia el cual tenderán todas las constituciones de la tierra, cuando se van perfeccionando. Bien se pueden abatir los cetros de los reyes, cons­tituirse en república, proferir continuamente la sagrada palabra de igualdad, sólo se perseguirá un vano fantasma, sin llegar a nada.

Se lo digo bien claro, a usted, mi hermano, y no me atrevería a insinuárselo a otros: esta ley agraria, que los ricos temen y ven venir, y en la que aún no piensan en absoluto las multitudes de los desposeídos, es decir, las cuarenta y nueve cincuentavas partes del género humano, las cuales sin embargo, si no llega pronto, morirán en su totalidad dentro [sic] dos generaciones cuando más (averiguaremos juntos, matemáticamente, esta espantosa predicción en cuanto usted quiera); esta ley que, si recuerda bien, un día en que estaba entre nosotros dos, Mably 3 invocaba ardientemente; esta ley que no asoma jamás en el horizonte de los siglos sino en cir­cunstancias como las que vivimos hoy; es decir, cuando los extremos verdaderamente se tocan; cuando la propiedad de la tierra, la única verdadera riqueza, se encuentra en pocas manos, y cuando la imposibilidad universal de saciar el ham­bre impulsa a las multitudes a reivindicar el gran dominio del mundo, donde el Creador quiso que cada ser humano pose­yese el radio de circunferencia necesario para producir su propio sustento; esta ley, digo, es el corolario de todas las leyes; en ella descansa siempre un pueblo una vez que ha logrado mejorar su constitución en todos los demás aspectos (...) ¿qué digo? Es entonces cuando simplifica asombrosa­mente esa constitución. Usted se habrá dado cuenta de que, desde que la nuestra comenzó, hicimos cada día cien leyes; y a medida que estas se han multiplicado, nuestro código se ha vuelto cada vez más oscuro. Cuando lleguemos a la ley agra­ria, preveo que, siguiendo el ejemplo del legislador de Es­parta,4 este código demasiado inmenso será entregado a las llamas, y una sola ley de seis o siete artículos nos bastará. Me comprometo a demostrarlo con mucho rigor.

Usted reconocerá sin duda, al igual que yo, esta gran verdad, de que la perfección de una legislación depende del restable­cimiento de esa igualdad primitiva que usted canta en forma tan hermosa en sus poemas patrióticos; y, como yo, usted siente sin duda también que marchamos a grandes pasos hacia esta asombrosa revolución.

Precisamente por eso, yo, que soy tan partidario del sistema, no me decido a abandonar las contemplaciones a que me entrego, al ver que sus principios y su energía hacen de usted tal vez la persona más apropiada para preparar esta gran conquista, y que la Providencia parece secundarnos impulsándolo a una carrera conveniente para combatir más venta­josamente en favor de la causa.

Sí, usted estaba tal vez elegido, y quizás lo estábamos los dos, para ser los primeros en sentir y hacerles sentir a los demás el gran misterio, el gran secreto que ha de romper las cade­nas humanas. Si así es, ¡cuan grande lo veo entre los legisladores!

Pero, ¿de que modo concibo que, con toda la fuerza de que usted está armado, le será posible dirigir los primeros movi­mientos para acelerar tan hermosa victoria? ¿Será abierta­mente y por un manifiesto preciso como habrá de anunciarse al salvador del mundo? No, sin la menor duda, y no sería bien acogido si propusiese crudamente tales consideraciones a nuestra desgraciada asamblea.5 Su virtud se vería obligada, para combatir la corrupción, a servirse de las armas general­mente introducidas por esta misma; habrá que oponer una política a otra política. Será preciso que las disposiciones principales estén bien disfrazadas, y que no parezcan tender en absoluto hacia el fin concertado.

Pero reflexiono (...) y me digo: no hay casi nadie que no rechace lejos de sí la ley agraria; el prejuicio en relación con ella es mucho peor que con la monarquía, y siempre han acabado ahorcados aquellos que han osado abrir la boca sobre este gran tema. ¿Estoy seguro de que J. M. Coupé estará de acuerdo conmigo en este sentido? ¿No me objetará, al igual que todo el mundo, que de ello resultaría la defección de la sociedad; que sería injusto despojar a todos aquellos que han adquirido legítimamente, y que ya nadie haría nada por los demás; y que, suponiendo que la cosa fuese posible, las modificaciones posteriores restablecerían muy pronto el orden anterior? ¿Quedará satisfecho con mis respuestas: que la tierra no debe ser alienable; que al nacer cada hombre debe encontrar para sí una porción suficiente de ella, tal como sucede con el aire y el agua; que al morir debe legarla, no a sus herederos más cercanos sino a la sociedad entera; que precisamente este sistema de alienabilidad ha sido el que lo ha transmitido todo a unos, y no ha dejado nada para los otros...; que las convenciones tácticas, gracias a las cuales los precios de los trabajos más útiles han sido reducidos a la tasa más baja, mientras que los precios de las ocupaciones indiferentes o incluso perniciosas para la sociedad han sido centuplicados, estas convenciones son las que le han entregado al obrero inútil los medios para expropiar al obrero útil y más laborioso...; que si hubiese existido más uniformidad en los precios de todos los trabajos, si no se les hubiese asignado a algunos de ellos un valor de opinión, todos los obreros serían ricos en igual medida; que por consiguiente una nueva repartición no haría sino volver a poner las cosas en su lugar...; que si la tierra hubiese sido declarada inalienable (sistema que destruye totalmente la objeción del peligro de restablecer la desigualdad mediante las mutaciones, después de la distribución), cada hombre tendría asegurado su patri­monio, y no habríamos dado vida a estas inquietudes, continuas y siempre desgarradoras, por la suerte de nuestros hijos: de ahí la edad de oro y la felicidad social, en lugar de la disolución de la sociedad; de ahí un estado de tranquilidad en relación con nuestro futuro, una fortuna duradera al amparo de los caprichos del destino, todo lo cual debería preferirlo incluso el hombre más feliz de este mundo, si comprendiese bien sus verdaderos intereses (...); que, final­mente, no es cierto que la desaparición de las artes sería necesariamente el resultado de este nuevo ajuste, porque es evidente, por el contrario, que todo el mundo no podría ser labrador; que cada hombre no podría, como no puede hacerlo hoy, procurarse por sí solo todas las máquinas que se nos han hecho necesarias; que no cesaríamos de vernos en la nece­sidad de realizar un intercambio continuo de servicios y que, aparte de que cada individuo tendría su propio patrimonio inalienable, que constituiría en cualquier momento y en cual­quier circunstancia su inatacable reserva contra la miseria, aparte de esto, todo lo que concierne a la industria humana seguiría tal como está hoy?

Voy a probarle, a usted, querido hermano, y al propio tiempo a mí mismo, que usted parte para la Asamblea Legislativa dispuesto a hacer consagrar todo esto como artículos de ley constitucional. Le dije en mi carta anterior que mis deseos serían:

1. Que los legisladores de todas las legislaturas reconociesen, para el pueblo, que la Asamblea Constituyente es cosa absurda; que los diputados designados por el pueblo están encargados en todo momento de hacer todo lo que consideren útil para la felicidad del pueblo... De ahí la obligación y la necesidad de dar el sustento a esta inmensa mayoría del pueblo, que ya no lo tiene, a pesar de su buena voluntad de trabajar. Ley agraria, igualdad real.

2. Que el veto,6 verdadero atributo de la soberanía, sea del pueblo; y con un éxito bastante evidente (ya que hemos visto luego, en la pequeña obra: De la ratificación de la ley,7 que le he comunicado, que mis medios son parecidos a los del autor), he demostrado su posibilidad de ejecución pese a todo lo que ha podido decirse en contra... De este veto del pueblo, no debemos esperar que lo demande la parte más sufrida y siempre expuesta al terrible sentimiento del ham­bre; un patrimonio asegurado: la ley agraria.

3. Que cese la división de los ciudadanos en varias clases; admisión de todos a todos los puestos; derecho para todos de votar, de expresar su opinión en todas las asambleas; de vigilar estrechamente la asamblea de los legisladores; libertad de reunión en las plazas públicas; supresión de la ley marcial; destrucción del espíritu de cuerpo de los G. Nat. (Guardia Nacional) haciendo participar en ella a todos los ciudadanos, sin excepción y sin otro destino que el de combatir a los enemigos externos de la Patria. De todo esto se derivará nece­sariamente la extrema emulación, el gran espíritu de igualdad, de libertad, la energía cívica, los grandes medios de manifestación de la opinión pública, y por ende de expresión de la voluntad general que es, en principio, la ley; la recla­mación de los primeros derechos del hombre y, por consiguiente, el pan honradamente asegurado para todos: Ley agraria.

4. Que todas las causas nacionales sean tratadas en plena asamblea y que se supriman los comités. Desaparecerá así esa negligencia, esa apatía, esa indiferencia, ese abandono absoluto a la pretendida prudencia de un puñado de hombres que llevan a toda una asamblea y entre los cuales es mucho más fácil intentar la corrupción. De ahí la obligación para todos los senadores de ocuparse esencialmente del objeto cometido a discusión y decidir con conocimiento de causa; de ahí la alerta a todos los defensores del pueblo, y la necesidad de sostener sus derechos más caros y, por consiguiente de velar para que precisamente todos puedan vivir: la ley agraria.

5. Que se conceda ampliamente el tiempo necesario para reflexionar, en la discusión de todos los asuntos. De donde resultará que, no solamente los improvisadores, los aturdidos, los habladores de siempre, la gente que se explaya siempre antes de pensar, no serán los únicos en determinar las resolu­ciones, sino que además la gente que prefiere meditar un plan antes de pronunciarse ejercerá también su influencia sobre las decisiones. Así, ningún charlatán interesado en combatir todo lo que es justo podrá echar prestamente a un lado una buena proposición por alguna pequeñez sutil y propia úni­camente para engañar; y si se habla para aquellos cuyas necesidades más apremian, el hombre honrado puede pesar y apoyar la proposición y obtener el triunfo de la sensibilidad. Gran encaminamiento hacia la ley agraria.

¡Y bien!, hermano patriota, si los principios que acabo de exponer han sido siempre los suyos, hay que renunciar hoy a ellos si no quiere la ley agraria porque, o yo ando muy equi­vocado, o las últimas consecuencias de estos principios son esta ley. Usted trabaja pues eficazmente en su favor si persiste en estos mismos principios. Con ellos no se tergiversa y, si en su fuero interno usted se propone algo menos que esto en su misión de legislador, se lo repito, libertad, igualdad, derechos del hombre seguirán siendo palabras temibles y expresiones sin sentido.

Lo vuelvo a decir de nuevo: no serían estas las intenciones que habría que divulgar al comienzo; pero un hombre de buena voluntad aceleraría mucho el desenlace si se dedicara a hacer decretar todas nuestras bases antes enumeradas, asen­tándolas en el fundamento de la plenitud de los derechos de libertad debidos al hombre, principio que siempre se puede invocar y profesar altamente sin correr peligro. Los llamados aristócratas son más listos que nosotros; entreven demasiado bien este desenlace. El motivo de su oposición tan vivaz en el asunto de los tributos8 es su temor de que, una vez que una mano profana haya tocado lo que ellos llaman el sagrado derecho de propiedad, la falta de respeto ya no tenga límites. Manifiestan sus temores de una forma muy general acerca de lo que esperan los defensores de los que tienen hambre, quiero decir, acerca de la ley agraria, para un futuro muy cercano: buen aviso que debemos tener presente.

Me complazco en extenderme sobre este gran tema ante; un alma como la suya, cuya sensibilidad bien conozco. Porque, en definitiva, es del pobre, en el que todavía no se ha pen­sado; es del pobre, digo, de quien debe tratarse principal­mente al regenerar las leyes de un imperio; es él, es su causa, lo que más interesa apoyar. ¿Cuál es el fin de la sociedad? ¿No es acaso el de procurarles a sus miembros la mayor suma de dicha posible? ¿Y de qué sirven, pues, todas nuestras leyes, si como último resultado no logran sacar de la profunda desesperación a esta masa enorme de indigentes, a esta multitud que compone la inmensa mayoría de la asociación? ¿Qué es un comité de mendicidad, que sigue envileciendo a los seres humanos hablando de limosnas y de leyes represivas, tendentes a forzar a la multitud de los desposeídos a cobijarse dentro de sus chozas para morir de agotamiento, para que el triste espectáculo de la naturaleza aquejada no des­pierte la reclamación de los primeros derechos de todos los hombres que ella misma ha formado para que vivan, y no para que unos pocos acaparen el sustento de todos?

Se ha hablado con frecuencia de entregar una propiedad, tomada de los bienes del clero, a cada soldado austriaco u otro sicario de déspota que renunciara a exponer su vida por la causa del tirano, y viniera a añadirse a nuestras filas. ¿Cómo se ha podido pensar en ser tan generosos con hombres cuyo único interés del momento determinará cesar de hacer­nos daño, y olvidar que la mayoría de nuestros conciuda­danos yacen postrados y privados de todos los recursos necesarios para mantener su existencia?

Legislador, cuyos reconocidos sentimientos humanos han hecho subir al gran escenario en que lo admiro, ¿llegará usted, como yo, a la conclusión de que es verdad que el fin y la coronación de una buena legislación es la igualdad en la posesión de la tierra, y que las miras secretas de un verda­dero defensor de los Derechos del Pueblo han de tender siem­pre hacia ese fin? ¿Cuáles son los hombres que más admi­ramos? Los apóstoles de las leyes agrarias, Licurgo entre los griegos, y, en Roma, Camilo, los Gracos, Casio, Bruto, y los demás. ¿Por qué fatalidad lo que es motivo de nuestro más profundo homenaje a los otros, habría de ser para noso­tros motivo de reprobación? ¡Ah!, ya lo he repetido y lo vuelvo a decir: el que no tenga, como fin último de lo que promueve, las miras que yo proclamo, debe renunciar a ex­presar de buena fe las sagradas palabras de civismo, libertad, igualdad; debe, para impedir su efecto, acorde con la con­ducta pura y recta de aquellos que las declaran con since­ridad; debe —digo—, al pronunciarlas, construir sus planes sobre el modelo de los de los Barnave,9 de los Thouret,10 y de tantos otros traidores dignos de sufrir, algún día, el castigo de la justicia nacional.

¡Usted se ha comprometido a seguir a otros émulos, valiente ciudadano! En un proyecto de declaración de los Derechos del Hombre, en 1789 Pétion 11 dedicó un artículo al más im­portante de estos derechos, que se ha querido olvidar en la Declaración decretada, y era el que tenía como objeto la obligación, por parte de la sociedad, de asegurar a todos sus miembros un decoroso sustento. Analice a Robespierre, lo encontrará igualmente «agrariano» en última instancia; y esos ilustres personajes se ven obligados a dar muchos ro­deos, porque saben que el momento todavía no ha llegado. Usted se elevará a la altura de esos respetables filántropos; de sus máximas, vertidas en el proyecto, resultarán decla­raciones iguales a las de ellos...



G. Babeuf, Beauvais, 10 de septiembre de 1791.






NOTAS:





1 Cf. la carta de Babeuf a Coupé de l'Oise, de Beauvais, del 10 de septiembre de 1791, en G. Babeuf: La Doctrina des égaux, extraído de las Obras completas publicadas por Albert Thomas, Cornély et Cié, París, 1906.

2 Babeuf dirige esta carta a Coupé, quien acababa de ser elegido miembro de la Asamblea Legislativa, inaugurada, luego el 1 de octubre de 1791: como no podía ser elegido él mismo a causa de los numerosos enemigos que le habían procurado sus polémicas, había apoyado la candidatura del abate Jacques Michel Coupé, llamado Coupé de l'Oise, y del que fue el inspirador: hoy quedan tres cartas de Babeuf al abate. La Biblioteca Nacional de París posee numerosos es­critos publicados por Coupé: son, en su mayoría, estudios sobre problemas agrícolas, informes e intervenciones en las Asambleas de París y en la Convención Nacional.

El presente escrito de Babeuf no es sólo el «primero» cronológicamente en esta recopilación: la continua referencia a la «ley agraria» lo sitúa en una fase an­terior a todos los demás escritos, así como también las afirmaciones del propio Babeuf, que tendrán su punto culminante unos años más tarde, en ocasión de la Conspiración de los Iguales.

3 Gabriel Bonnot de Mably, utopista, autor de obras de gran resonancia; una edición completa de los escritos de Mably, en 15 tomos, se publicó en vísperas de la conspiración babuvista (1794-1795).

4 Licurgo.

5 La Asamblea Legislativa.

6 La Constitución francesa del 3 de septiembre de 1791 estipulaba, en su ter­cera sección, art. 1: «Los decretos del Cuerpo Legislativo son presentados al rey, que puede negar su consentimiento»; en los artículos que seguían se describían las formas en que se podía pasar por encima del voto real. Babeuf, y junto con él toda la «izquierda», se declaraba, en su carta, contrario a esta legislación.

7 El opúsculo aquí mencionado no está incluido en el catálogo impreso en la Biblioteca Nacional de París.

8 El diezmo representaba el derecho feudal, de los señores, de obtener una parte de los productos de las tierras sometidas a su jurisdicción: Babeuf, en los primeros tiempos de la Revolución, tomó partido en la lucha para suprimir los diezmos y los derechos feudales, lucha que fue particularmente violenta en Picardía.

9 Antoine-Pierre Batnave (1761-1793), uno de los elementos más representativos de la Asamblea Constituyente, que se pasó a la reacción después de la huida del rey a Varenne.

10 Jacques-Guillaume Thouret (1746-1794), monárquico constitucional, autor de numerosos escritos.

11 Jéróme Petion de Villeneuve, demócrata, luego girondino.