miércoles, 27 de octubre de 2010

Centenario de Francisco Izquierdo Rios

Antonio Muñoz Monge *




Hace 29 años, el martes 30 de junio de 1981 dejó de existir en Lima el gran escritor y maestro Francisco Izquierdo Ríos. Su literatura nos entregó una real visión humana de la selva con un manejo sencillo de la palabra, la desnudó de agregados y supuestos, de forzados giros que buscan sorprender por impactantes, nos entregó una palabra bella, transparente, como fluyen las aguas de los ríos.

“Escribir de un modo natural y sencillo, como crece la hierba. Y que por entre lo escrito se vea la luz de la vida”, reza el epígrafe a manera de “Credo” del libro de narraciones “Sinti el Viborero”, de Francisco Izquierdo Ríos.

Murió cuando ejercía la Presidencia de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (ANEA), hoy desaparecida o en el limbo de caprichos y desencuentros personales. Recordamos la presentación de su último libro “En la tierra de los árboles”, paseo fantástico, sensible y tierno por nuestra selva. Fue en enero de 1981, a cinco meses antes de su ida definitiva. Esa noche un público atento y algo nervioso, escuchó la palabra algo dificultosa del escritor. Había sido operado meses atrás de un tumor en la boca, pero don Francisco Izquierdo se sentía bien.

Mateo Paiva
Optimista, alegre, conversador como siempre. Trejo, juguetón, voluntarioso, tierno, se sentaba a charlar y nos llevaba por los lejanos y perdidos pueblos del Perú, donde fue profesor por años, sufriendo y asumiendo con los puños cerrados, traslados que eran destierros al fin del mundo, “donde Dios no había pasado”, pero que sin embargo en la voluntad y cariño de Francisco Izquierdo esos rincones perdidos de su patria eran las verdaderas entrañas, el verdadero corazón del Perú. Pueblos, donde desechando Planes y Programas, Directivas burocráticas del centralismo limeño, abría las Escuelas a la comunidad, a la sociedad, a la cotidianidad de la vida.

Al tiempo, un huerto, una cancha de fútbol, un taller de carpintería, construidos, levantados, sembrados por profesores, alumnos, padres de familia, vecinos, quedaban como testimonio de su presencia, de su entrega. Esta larga aventura de amor por su patria y por una verdadera y real Educación, nutre, alimenta, da vida, recrea la existencia de su novela “Mateo Paiva el maestro”, publicada en 1968, un verdadero testimonio de la vida, pasión y olvidos del maestro peruano, del maestro provinciano.

Viaje a Lima
Nacido el 21 de junio de 1910 en Saposoa, capital de la provincia de Huallaga en el departamento de San Martín, termina su secundaria en Moyabamba, la capital departamental. Desde esta ciudad situada a orillas del río Mayo emprende un largo viaje a Lima. Tenía 16 años de edad. La travesía a pie demora cerca de tres meses. Viene a Lima con una beca para estudiar en el Pedagógico Nacional del Lima.

De su poncho de jebe para la lluvia, del sombrero alón, del terno envuelto en una bolsa no quedaron nada; solo cien soles que los “pierde” cuando desembarca en la capital soñada.

A los veinte años de edad se graduó de Normalista. Apenas egresado solicita iniciar su carrera pedagógica en una aldea selvática. Así retorna a la naturaleza que lo vio nacer. En esas noches silentes, con los cantos de las aves nocturnas y el recuerdo del silbido del tunchi, un candil alumbra la única casa en vigilia. El profesor le quita horas al sueño y va adentrándose en las tiernas angustias de César Vallejo, en el andariego camino de Máximo Gorki, en el patetismo de Fedor Dostoievski. Esas lecturas, su sensibilidad y la comunión con su pueblo, van madurando su creación.

Así nacen, “Muyuna”, “Los Sachapuyas”(1936), “Ande y Selva” (1939), “Vallejo y su tierra” (1949), “Selva y otros cuentos” (1949), “Cuentos del tío Doroteo”(1950), “Días Oscuros”(1950), “Gregorillo“(1957), “El árbol blanco” (1962) (Premio Nacional de Fomento a la Cultura “Ricardo Palma” de 1963), “Mi aldea” (1964), “El colibrí con cola de pavo real” (1965), “Los cuentos de Adán Torres” (1966), “Mateo Paiva el maestro” (1968). No olvidemos una obra importantísima que la trabaja y edita con José María Arguedas en 1947: “Mitos, leyendas y cuentos peruanos”.

Todas estas obras, alimentadas por su amplio conocimiento fundamentalmente de la selva y el país, donde el hombre a cada instante se instala en el eterno afán de vida van dibujando el paisaje espiritual del Perú.
El abrazo de la selva
Ahí están al acecho los “rápidos”, que como fieras míticas desaparecen en las profundidades de las aguas de los ríos a embravecidos balseros, las criaturas de leyenda como el inofensivo “chullachaqui” que pierde en los caminos con falsas huellas a desprevenidos peregrinos; mariposas multicolores, aves, víboras, bejucos, en una comunión con el hombre de todos los días en un mismo destino.

La selva apenas tocada con insinuaciones generales nos llega plena, abierta en sus obras. Francisco Izquierdo vuelve a recorrer en sus creaciones el antiguo camino “exótico”, ubicando al ser humano en una constante lucha que deviene triunfante o trágica, insistiendo en una afirmación de la existencia.

Hace cuarenta y un años, 1969, Francisco Izquierdo Ríos publica “La Literatura Infantil en el Perú” Su trabajo se abre con una pregunta que todavía es constante para este género y para todo un entendimiento y compromiso educativo: ¿Existe literatura para niños en el Perú? Su respuesta caracterizaba como relativa la existencia de esta narrativa; además subrayaba:

“Me inclino por los temas escritos sin previa intención, sin ese afán didáctico con la consabida moraleja. El niño debe descubrir, acercarse a las composiciones como lo hace ante una mariposa, ante una flor, ante un oculto nido de ave, que ese descubrimiento lo haga fraterno, sensible y que ese vital goce estético lo lleve a amar la vida, a las otras personas, a la patria, a la humanidad”.

“Indudablemente – agregaba- tenemos valiosos escritores que han creado para niños, quiero resaltar dos obras fundamentales: el cuento “Paco Yunque” de César Vallejo y la novela “El Retoño” de Julián Huanay”. Nosotros quisiéramos añadir: “Juan Volatín” de José María Eguren, “Warma Kuyay” (Amor de niño) de José María Arguedas y “El Bagrecico” del mismo Francisco Izquierdo Ríos.

Ante este sensible panorama que nos ha dejado Francisco Izquierdo, nos preguntamos, ¿qué habrá sido de los huertos, de los talleres de carpintería, de las granjas comunales, de las aulas abiertas, de los salones de clase con el sol en pleno rostro, del acento ortográfico en la ú de Perú, del olor a lápiz, a cuaderno, de la palabra redonda y bien hablada reventando en nuestros labios?.

No creemos que todo se haya perdido detrás de un escritorio burocrático; no, Francisco Izquierdo Ríos está ahí caminando con el huerto abierto como un libro y con la risa de niño grande como cuando se detuvo junto con otro gran escritor, el poeta Mario Florián en la esquina del ex cine Colón de la Plaza San Martín. De pronto, don Pancho se acerca a Mario Florián hasta casi encimarle el cuerpo.

Humor
El poeta Florián, algo extrañado, lo mira escudriñándolo. ¿Ahora qué se trae entre manos?, se preguntaba. Excitado, don Pancho mira sigilosamente a los costados como cuidando que nadie lo escuche y le descubre al oído la gran sorpresa: - “Mario,- le dice - somos los escritores más famosos de Lima, del Perú, nos han reconocido, fíjate, todos nos saludan”.

Serenos ya, después de tamaño descubrimiento, fueron contestando los saludos. Don Pancho, a mano limpia, repartía venias y adioses, mientras Mario Florián, sombrero en mano, macora en mano, es decir, parecía estar dando un paso de cashua, ese hermoso huayno cajamarquino.

Por fin eran reconocidos. El país no era tan ingrato, tan desagradecido con sus escritores. Aquí, en plena plaza San Martín, a las 6 de la tarde, en el mismísimo centro de Lima, que es el centro del Perú, estos dos grandes escritores eran saludados por anónimos y numerosos admiradores. Así se quedaron un largo momento, extasiados ante sus propias famas. Al rato, nuevamente del brazo, los dos escritores se fueron por las calles limeñas, comentando risueños esa dicha compartida.

-“¿Y sabes quiénes nos saludaban?”, me preguntaba sonriente don Pancho, cuando solía contarnos ésta y muchas otras historias. - “Qué tal fama de escritores, ¿no?... já, ja, ja, ja, ja... reía a carcajada limpia- “Eran los choferes de los colectivos que iban a Miraflores y agitaban las manos para llamar a los pasajeros...”- ¿Qué tal fama no?, y la risa se le venía a borbotones achinando sus tiernos ojos y entregando todo su cuerpo a la dicha de jugar con la vida, con el candor de un niño.

Bonachón, gran conversador, juguetón, irónico, caminante empedernido, tenía la existencia a flor de piel y la mirada de un niño grande eternamente sorprendido por el destino de desencuentros de nuestra Patria. Sin embargo, contagió su alegría de vivir a quienes lo conocieron.


* Publicado en La Primera el 26 de octubre del 2010