Del pasado recuerda poco, pero no se olvida que su mamá le pegaba duro porque ella no quería jugar con muñecas de calzoncitos y mediecitas blancas, sino con pelotas de fútbol, en la calle, poniendo ladrillos para que sirvieran de arcos y sudando la camiseta a goles. Han pasado doce años desde que María, de veintidós años, corte de pelo mismo pandillero, se escapó de su casa y las evidencias son visibles: una cicatriz obscena de oreja a mentón, producto de una mechadera con gillete; otra cicatriz en forma de bola en la cabeza de un palazo dado por un guardia civil al que no le gustaba ver robando a una niña; la boca lineal fruncida de odio y un hijo de dos años que le vino de pronto, nueve meses después que los brazos de un hombre forzudo la agarraran aprovechándose de una de sus borracheras, en una calle de La Victoria donde el alcohol la había tumbado, y se quedara después en el piso temblando con un frío que le nacía del vientre mismo.
Ahora tiene que jugar con su muñeca de carne y hueso, con calzoncitos y mediecitas blancas, y tiene que comprarle los pañales, la leche, algún juguetito y dejarlo a veces en Cáritas, donde los padres le dan comida, cama y unas boletas con estricta hora de salida y de entrada, que las madres deben cumplir para no quedarse otra noche en la calle.
Pero la bebé que ahora tiene en brazos y mece sin mucho instinto no es suya, sino de su mujer, Sara. La suya está con los curas. Y Sara, diecisiete años, pintona, atrevida, desaliñada, cuenta que su asunto ocurrió el año pasado, en una fiesta de Chacalón en la carpa Grau, que estaba borracha, que fue entre varios, que gritó pero nadie le hizo caso y no se lamenta, sino que lo cuenta como quien está diciéndote seria que le salió el acné y que finalmente ya se reventó. Y la bebita las enternece. Es trigueña y achinada como su mamá, cachetoncita y nunca llora, envuelta en una frazadita de lana y las perlitas de la varicela en la mano.
Aquí estamos en el túnel fantástico, la baticueva, la penumbra fresquita. Aquí, debajo del mercado ferial Polvos azules, tienes un patio techado con vista al río de aguas de chocolate de taza para bañarte si sientes calor, aquí tienes los rieles oxidados para sentarte a inflar y desinflar bolsitas como si fueran globos de un oxígeno que tienes que aprovechar hasta las últimas partículas, aquí puedes estar con el bebito en los brazos, aquí llegan los amigos en manchita con sus latitas de pegamento recién compradas, aquí estamos bien. Hay que soportar el olor solamente, los impúdicos usuarios de la gran letrina, futuro parque del río Hablador. Ellas empezaron a inhalar terokal antes de los diez años, porque así es cuando estás en la calle, tienes que hacer lo que todos hacen, si no, no eres un chico de la calle, un piraña.
Conseguir el pegamento es fácil. O lo compras producto de tu laburo en cualquier ferretería ambulante. O llega aquí, mismo servicio a domicilio, paquetitos de terokal traídos por una pareja de travestis zarrapastrosos, con bolsitas gratis, de tal forma que el túnel se vuelve una inmensa pista de despegue. Así salen a las avenidas, con el valor suficiente para arranchar carteras, bípers y relojes.
En cuclillas, Jessica, de dieciséis años, que escapó de su casa hace cuatro años para que su madre no siguiera torturándola a golpes, tiene una hija de un año que sí tiene papá, pero le da vergüenza revelar que su marido está en Lurigancho por robo agravado, pero María y Sara la delatan entre bromas, y sí pues, reconcoe, sí está en Luri pero con el dos por uno saldrá en medio año y van a vivir juntos con la niña.Él y ella se conocieron el año pasado. Él paraba en la plaza San Martín, lo veía de lejos. Un día estaba corriendo con un reloj en la mano, se metió entre las combis de la avenida Tacna y lo agarró un carro, se rompió la cabeza, se raspó los brazos, a ella le dio pena y lo ayudó, lo empezó a sanar bonito con algodones y agua oxigenada debajo del puente Santa Rosa, hasta que se curó, entonces empezaron a verse en las piedras del río, al borde de los monumentos, en los huecos de las casas viejas. Pero otro día una vieja lo reconoció y lo acusó de haberle robado el bolso y él le juraba al policía que él no era, pero igual lo encerraron.Eso pasa cuando andas robando en la calle. Como la otra vez, en Grau, se franquea Jessica, estábamos una mancha fumando africano y viendo cómo el Charapita y el Monito, los dos de doce años, se colgaban de un viejo calvo para maquinarlo, el tío asadazo sacó su fierro, su pistola, pues, y pan, pan, le disparó al Charapita en la boca, y pan, pan, al Monito en el pulmón, y nosotros corrimos gritando Charapita, levántate, y el Panca, que es el más grande de la mancha, le quitó la pistola al tío y agarró y pan le disparó en el brazo. El Charapita ya estaba en medio de una mancha negra escupiendo pedacitos de sesos, Charapita, Charapita y se murió en la plaza Grau, con la gente amontonándose. Al Monito lo llevamos al hospital Dos de Mayo, y ahora está flaco, grave y solito allí.Ahora paseamos por el jirón de la Unión al anochecer.
Tres chicas de la calle, ridículamente vestidas, con un bebé, no causan lástima, sino repulsión. La gente se aparta y las mujeres abrazan sus gordos bolsos. En el Kentucky Fried Chicken escupen la ensalada de vasito, muy dulce, devoran el pollo con las manos, les queda chico, y la mesera ensaya una ancha sonrisa y les trae más mayonesa para combinar con el puré. Ellas aplastan el frasco para que todo el contenido cremoso se meta en el vasito ahora vacío de la ensalada, para más tarde, qué importa que todos las miren con asco. Al rato, se van, se dirigen al único lugar donde se sienten en familia, al lado del río Rímac, con las bebitas y la bolsa de terokal.En las calles de Lima deambulan mil doscientos adolescentes pegados a una bolsa rellena de goma para unir tubos y pegar zapatos.
La mayoría de ellos es asistido parcial o totalmente por distintas organizaciones privadas y estatales. El problema no son las sustancias inhalantes que pueden conseguir. De hecho, pasada la adolescencia, los terokaleros que no vuelven a sus hogares, forman sus propias familias en la calle y se lumpenizan. Del pegamento pasan a consumir pasta básica de cocaína en humeantes toldos levantados con trapos a lo largo de la rivera rimense.No son culpables de nacer dentro de familias desestructuradas. Casi todos huyeron de sus casas porque no soportaban el maltrato físico. Tampoco la humillación de ser golpeados por un padrastro.
Los especialistas aseguran que un niño puede tolerar el castigo paterno, pero no soporta que sea reprendido por una persona extraña, como un padrastro. Pueden soportar la violencia de la calle pero no la que reciben de los adultos.Casi todos son hijos de migrantes pobres. Carecen por ello de una red de soporte familiar que los refugie. En cambio, el niño pobre con familia limeña generalmente cuenta con alguna tía que pueda resguardarlo. No es la pobreza necesariamente la que los lleva a vivir sin hogar. Uno de los mitos frecuentes es que si se les asiste en la calle se solucionan todos sus problemas. Quienes han investigado sus conductas dicen que es falso. Llevarles ropa y comida a sus guaridas consigue que perciban la intemperie como un lugar divertido. Además, satisfecha su alimentación y solucionado el vestido, salen nuevamente a robar para comprar droga. Cambiarán cuando dejen la droga, y para ello deberán dejar la calle.
Pero las tres mujeres de la Banda Roja (así se llama la mancha de Jéssica, María y Sara), no quieren volver a su casa, porque ya olvidaron el camino de regreso. Después de muchos años de sobrevivir dependiendo de su rapacidad, viviendo entre los límites que le impone el propio cansancio de sus correrías por Lima, la calle ha conseguido que odien las habitaciones. Ni siquiera se preguntan qué harán con sus hijos cuando empiecen a crecer.
Luis Miranda: Periodista actualmente trabajando en América TV, visiten su blog
Lean lo que le paso a Clau, de 18 años, en su blog
Lee Diana